Texto
publicado originalmente en Rolling Stone el 16 de junio de 2012
El engaño de
Ozzy Osbourne y la aplastante realidad de The Mars Volta
Ozzy Osbourne
decepciona en su segunda visita a Vitoria. The Mars Volta, Rich Robinson y Zakk
Wylde dividen al público con propuestas muy diferentes. Por Yahvé M. de la
Cavada
La clave es el
rock. A partir de ahí, sálvese quien pueda. El Azkena Rock Festival apela a un
público ecléctico que vaya al festival para ver a quien quiere ver, y que se
marche habiendo descubierto su inesperada filia por otras bandas. En la segunda
jornada de su undécima edición, el programa nos llevó de los tiernos ochenta al
rock de raíces, el metal machote, la nostalgia heavy o el bizarrismo combativo.
Así, en unas horitas.
Los escoceses
Gun son una de esas bandas que lo petaron a finales de los ochenta, se
disolvieron a finales de los noventa, y regresaron a finales de la pasada
década ante la posibilidad de despertar la nostalgia en sus fans originales
(veinte años mayores y con algo más de pasta en el bolsillo). Sin embargo, si
nunca llegaron a ser una banda de primera, imagináoslo ahora.
Su nombre
aparece muy chiquitito en el cartel del festival, y tampoco es que se viese en
la audiencia una masa de fans de la banda pero, a primera hora, recién llegado
al festival, la gente se apunta a lo que le echen. Su concierto empezó con un
volumen excesivo –para un escenario como el Adam Yauch, el mediano en esta
edición– y muy estridente. A medida que avanzaba, la cosa fue mejorando, y
algunas canciones de su primer disco les hicieron venirse arriba. En cambio,
cuando llegó su tema más popular –la versión que hicieron del Word Up de Cameo
en 1994– parecía que los que más ganas tenían de ir a apoyarse a una barra eran
ellos mismos. Tablas, por un tubo, pero si no se lo creen ellos, cómo nos los
vamos a creer nosotros.
Lo de Rich
Robinson parecía una auténtica lotería. Porque sí, claro, es el de los Black
Crowes y eso pero, cuando algunos miembros de bandas intocables se ponen en
plan excursionista, la historia nos enseña que debemos afrontarlo con cierta
reticencia. El pobre Rich, aunque jefecillo en la sombra de los Crowes y
productor de talento, siempre es ese tipo menos carismático que su hermano y
menos guitarrista que el otro guitarrista. Con este papelón, Robinson se plantó
en el escenario Levon Helm y, sin pestañear, nos soltó un concierto tremendo de
puro rock americano.
Con un pie en
las raíces y otro en armonías más contemporáneas, desgranó un repertorio
difícil de cuestionar, sin caer en la vulgaridad de recordar a los Crowes, ni
en la insensatez de irse al otro extremo. No canta como su hermano ni es un
guitarrista tan completo como Marc Ford o Luther Dickinson, pero lo primero lo
hace sin complejos y lo segundo con un gusto y un buen rollo que ya lo quisieran
muchos. Versionó a la Velvet Underground (vía un emocionante Oh! Sweet Nuthin’)
y cerró con el Cinnamon Girl de Neil Young. Supera eso, brother.
El escenario
de Black Label Society estaba poblado por serpientes, calaveras y 16 cabezales
Marshall que amenazaban con irse de madre a la mínima, llevándose unos pocos
tímpanos por delante, de paso. Zakk Wylde, líder, ideólogo y única estrella de
la banda, apareció en el escenario con un tocado de plumas indio (¿homenaje a
Ted Nugent?), entre aspavientos repletos de testosterona y camaradería macarra,
tanto con el público como con su banda. Atacaron media docena de temas sin
tregua, a base de riffs aplastantes y un sonido muy compacto, que no resultó
tan desmadrado como parecía.
Wylde es uno
de los guitarristas de metal más importantes de las últimas décadas, con un
estilo muy personal que parece generado a partir de macerar a Randy Rhoads,
Jimi Hendrix y Dimebag Darrell en un barril de cerveza rancia. Todo ello
hipermusculado e hiperrevolucionado, basado en la cultura del exceso que tanto
parece gustarle. Tras un glorioso Fire It Up, Wylde rindió culto a ese exceso
mediante un solo de casi diez minutos que encandiló a algunos incondicionales y
exasperó a la mayoría de la audiencia. Y es que, los ‘solismos’ de gourmet casi
nunca funcionan ante la masa y, con un público tan heterogéneo como el del
Azkena, menos. Aunque su concierto fue ejemplar, había que ser fan para
disfrutarlo al máximo.
Con Ozzy
Osbourne, en cambio, el público suele ir predispuesto a recibir lo que le den.
Por muy acabado que esté (que lo está un rato), Ozzy tiene una cosa que no
tiene nadie más en todo el cartel del Azkena: ES Ozzy Osbourne. Que no es poco.
Dicho esto, es evidente que, en directo, Ozzy desafina escandalosamente, da saltitos
ridículos y palmadas a destiempo, su banda es la peor que ha tenido nunca y,
para colmo, viéndole uno siente una extraña mezcla de indignación musical y
ternura geriátrica. Por otro lado, con toda la tralla que lleva en el cuerpo,
lo verdaderamente sorprendente de Ozzy es que siga vivo.
La repentina
baja de Black Sabbath aguó el cartel del Azkena de este año desde el
principio. Lo de Ozzy & Friends
parecía un parche al menos bastante apañadito. La anunciada presencia de Geezer
Butler (bajista original de Black Sabbath) y Zakk Wylde (guitarrista de Ozzy
entre 1987 y 1995, y entre 2001 y 2009), anticipaba una velada satisfactoria
para los fans de cada etapa del estrafalario vocalista y, en cualquier caso, un
concierto diferente al que Osbourne ofreció el año pasado en este mismo
festival.
Abrir con Bark
At The Moon fue un acierto: Ozzy estaba cantando bien y el guitarrista Gus G.,
con su pelazo al ventilador, clavó el sólo de guitarra original de Jake E Lee,
que es lo mínimo que se puede esperar de un mercenario del metal. Siguió Mr.
Crowley y todos lo vimos claro: mucho mejor que el año pasado; pero entonces,
entre Suicide Solution y I Don’t Know, la voz y la afinación de Ozzy se fueron
para no volver. Bueno, en el fondo ya nos lo esperábamos.
Tras los
funcionariales solos de guitarra y batería sobre el Rat Salad de Black Sabbath,
salió Geezer Butler para hacer Iron Man. ¿Momentazo de la noche? Todo lo
contrario, aquello ya se había convertido en un completo despropósito: no
sonaba ni a Black Sabbath, ni a Ozzy Osbourne, ni a nada. Un desastre. La
aparición de Zakk Wylde para tocar Fairies Wear Boots levantó un poco el
listón, pero después se fue Butler y la letra pequeña del concierto se hizo
evidente. No sólo no estábamos viendo un concierto diferente al del año pasado,
sino que estábamos ante, exactamente, el mismo concierto. El repertorio fue el
mismo que se escuchó en Mendizabala hace menos de un año, con los añadidos de
Killer Of Giants, War Pigs, N.I.B. y I Don’t Want To Change The World. El resto,
idéntico.
Hasta el bis
coincidió, sólo que, en esta ocasión, Paranoid contó con todos los músicos de
la noche sobre el escenario. Hay que reconocer que, en líneas generales, el
concierto fue ligeramente superior al del año anterior pero, vender la misma
película dos años seguidos es mucho morro hasta para Ozzy Osbourne.
The Mars Volta
son el tipo de banda que, cuando empiezan a tocar, te hace pensar que todo lo
que has visto hasta el momento ha sido una mierda. Tras dos días de
programación basada en viejas glorias y revival estricto, la excéntrica banda
de Omar Rodríguez-López y Cedric Bixler-Zavala nos puso de una patada en el
siglo XXI. Sin preliminares, música nueva, y de verdad, a pelo. El shock fue
tremendo, pero muy satisfactorio.
Oscuros,
agresivos y dolorosamente intensos, los de Texas se enfrentaron a un público
diezmado y a insistentes problemas de sonido sin titubear, disparando varios
temas de su último delirio discográfico, el recién aparecido Noctourniquet. Su
música es extremadamente técnica y, al mismo tiempo, muy orgánica, una
combinación difícil de encontrar en la escena actual. Tras casi hora y cuarto
de rock progresivo, psicodelia y avant-rock, quedó claro que, aunque nunca van
a ser un grupo de masas, pueden alardear de no parecerse a nadie. Tras el
concierto, las opiniones del respetable se dividían en dos tendencias: “menuda
puta mierda” y “nunca he visto nada igual”.
La madrugada
nos reservaba el hard-rock chuleta de Danko Jones, un tipo que suele molar en
directo pero, cuando empezó con un guiño a Queens Of The Stone Age para derivar
en el Breaking The Law de Judas Priest, lo vimos claro. Después de Mars Volta
lo único coherente es la nada. Por lo menos hasta el día siguiente.
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