Texto
publicado originalmente en Rolling Stone el 8 de septiembre de 2012
El descalabro
de Maxïmo Park y la infalibilidad de The Raveonettes
The
Raveonettes y The Whip no defraudan frente unos decepcionantes Maxïmo Park que
se dejaron tumbar por los problemas técnicos y el show funcionarial de Lourdes
Hernández. Por Yahvé M. de la Cavada.
La segunda
edición del Kutxa Kultur Festibala se estrenó con fuerza, reafirmándose como
una apuesta inmejorable para cerrar el verano festivalero en el norte. En el
inigualable emplazamiento del monte Igueldo, flanqueado por un viejo parque de
atracciones al que se llega en un funicular que este año cumple un siglo, y con
una panorámica que va desde los montes de alrededor a la bahía de La Concha, la
experiencia del Kutxa Kultur Festibala va más allá de lo musical.
Abría la tarde
la omnipresente Russian Red, musa del indie pijo nacional. Hay que reconocer
que, cada vez que la vemos tocar lo hace mejor que la anterior. La alta actividad
a la que se somete está jugando a su favor en forma de tablas, pero sigue
teniendo el mismo problema de siempre: la base de su música es muy endeble, no
resulta creíble. Le salvan algunos temas que se han metido en la memoria de la
gente (que no es poco) pero da la sensación de que está construyendo sobre su
propio personaje, no sobre la artista que, tal vez, podría llegar a ser (o no).
Su forma de cantar cada vez resulta menos natural; lo que antes podía ser
ingenuidad y encanto indie, ahora parece exceso e impostura.
La gracia de
su concierto en Donostia estaba en que venía acompañada por Stevie Jackson y
Bobby Kildea de The Belle And Sebastian, que es como cuando Mikel Erentxun se
llevaba a los Attractions de Elvis Costello para grabar. Así da gusto, claro;
Jackson es uno de esos guitarristas que, sin tocar particularmente bien, lo
hace con un gustazo tremendo. Su aportación fue de lo mejor del bolo, mientras
Kildea hacía lo suyo, sentado en una esquinita. Tras el Loving Strangers que
Hernández compuso para Julio Medem, salió al escenario Brian Hunt y la cosa
empezó a irse de madre hasta el final del concierto, con Kildea y Hernández
aporreando timbales y todos haciendo mucho ruido, en plan “también metemos
caña, ¿sabéis?”.
Y llegó la
hora del bailoteo. Programar a una banda como The Whip a las siete de la tarde
es arriesgado, como poco. Si, además, lo haces en un festival que se beneficia
de un acogedor ambiente, muy propenso a dejarse bañar por el solete donostiarra
y las preciosas vistas del monte Igeldo, te la juegas aún más. ¿Quién va a
darlo todo bailando en semejante contexto? A pesar de esto, los de Manchester
salieron al escenario muy dignos, dispuestos a petarlo incluso durante el
atardecer.
Tocaron una
hora, cosa que les benefició, y se lo hicieron muy bien, calentando al público
tema a tema, pillando mucha carrerilla a mitad de bolo con su colosal Movement
y no perdiendo el pulso hasta el final. Es curioso como esta banda consigue
enganchar tirando prácticamente siempre (lo que se dice siempre) de una base
rítmica inmutable. Su directo es extrañamente catártico, con temas directos,
contundencia sin tregua y una puesta en escena sencilla pero efectiva (una
chica tocando la batería siempre es algo positivo. Si Moe Tucker molaba,
imaginaos lo que mola Fiona “Lil Fee” Daniel).
Tras Secret
Weapon, trallazos de su último disco “Wired Together”, llegó el final con el
glorioso Trash, que nos dejó con ganas de más. Fue una pena que en ese momento
de clímax subiese al escenario quien parecía un colega de la banda, para
grabarles con el móvil con aires domingueros. Hacerlo desde el público ya
resulta un poco chungo, pero hacerlo dentro del puñetero escenario es
completamente uncool. Una pena. Aún así, un gran bolo. Si llegan a tocar los
últimos, se hubiese liado una buena.
No falta ni
una semana para que salga el nuevo disco de los Raveonettes, “Observator”, así
que era de esperar que su concierto en el festival estuviese plagado de nuevos
temas (y pinta muy bien la cosa, por cierto). No importa cuantas veces nos
visiten los daneses, porque siempre es un placer verles. Su carrera es
tremendamente sólida: puede que no hayan subido de nivel desde aquel mágico
“Chain Gang of Love”, pero tampoco han bajado. Hasta “Raven In The Grave” han
seguido deslumbrando con su retro-pop espacial y sus onírico garage plagado de
sonidos industriales. En San Sebastián empezaron fuerte, con su característico
aire a los 50 y la guitarra de Sune Rose Wagner, siempre saturada y reverberada
hasta la extenuación, cobrando mucho protagonismo. A mitad de bolo Sharin Foo
anunció que iban a volver sobre viejos temas y, paradójicamente, el concierto
se desinfló un poco. Pero fue cosa de un par de temas, y hacia el final
volvíamos a estar bien arriba.
Nunca fallan,
no. Y no sólo por la personalidad que rezuman (no es que les falten
influencias, precisamente) ni por su particular forma de doblar las voces, como
unos Everly Brothers empapados en vodka y heroína, producidos por David Lynch.
El secreto de los Raveonettes son su canciones, densas, movedizas, capaces de
abducirte a su universo y dejarte en trance durante su actuación. Así se
fueron, entre acoples, estridencias arrancadas a las guitarras y mucho humo
artificial. Y también se nos quedó corto.
Maximo Park
venían a presentar su último álbum, “The National Health”, aparecido hace tan
solo tres meses. Lo tenían todo para da un conciertazo, menos algo muy
importante: la suerte de su lado. Todo lo contrario. Desde el principio todo
sonaba muy raro y, llegados al segundo tema, Paul Smith anunció que iban a
tocar una canción sin teclado, el auténtico foco del problema. Smith es un buen
frontman, cercano como para ganarse la simpatía del público y extravagante como
para provocar reacciones en él, sean cómplices o de rechazo. Sobre él recayó el
marrón de tirar del concierto en condiciones muy adversas, con la mayoría de
canciones cojeando por la ausencia del teclado, ya que el “problema” persistió
hasta el final. Entre tema y tema los técnicos iban y venían, Lukas Wooller
intentaba hacer que sonase y Paul Smith se deshacía en agradecimientos, elogios
y presentaciones del tipo de “vamos a tocar esto, a ver cómo sale”. Un
desastre.
Algunos temas
mantuvieron la fuerza, como The National Health, Write This Down o The
Undercurrents, mientras que otros, menos afortunados, se hundían bajo el peso
de una formación mutilada que tampoco sonaba demasiado allá y que en los
momentos más críticos rozaba peligrosamente lo amateur. Está claro que los de
Newcastle no son la típica banda que se vienen arriba ante la falta repentina
de un instrumento, reinventándose a sí mismos en cada canción. Por si esto
fuera poco, la voz de Smith estaba demasiado alta, lo que provocaba cierta
sensación de karaoke, y al cantante se le fue la mano (¿cómo culparle por
ello?) con el peloteo a la audiencia. Ésta, por cierto, parecía ajena al
nerviosismo y malestar del grupo. Incluso, por momentos, parecía ajena al
concierto en sí.
Ante la
certeza de que no había quién levantase aquello, Smith y los suyos soltaron
unas cuantas píldoras de “A Certain Trigger” y “Our Earthly Pleasures” y se
rindieron. Smith se despidió con un desconcertante “muchas gracias y buenas
noches. Yo no estoy bien, el teclado no está bien…”. Pues vale. Pero un teclado
extra para la próxima gira sería un puntazo.
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