Cuando uno va
a ver a una leyenda, lo primero es tener claro lo que se quiere ver. Después,
ya metidos en canción, lo que va a ver finalmente. Uno no va a un concierto de
Archie Shepp en 2012 esperando ver el concierto de su vida, igual que uno no
hubiese ido a ver a Coleman Hawkins en 1965 esperando que el bueno de Hawk
estuviese en su mejor momento. Ver a Archie Shepp en directo es, para empezar,
algo que hay que hacer si no se ha hecho ya. Y si el saxofonista está bien,
mejor. Pero si no, al menos se ha compartido unos instantes con la leyenda, que
no es poco.
La primera vez que vi a Archie Shepp, iba con un cuarteto completado
por tres músicos excepcionales: Amina Claudine Myers, Cameron Brown y Ronnie
Burrage. Recuerdo que el concierto fue fantástico. La última vez que le vi,
hace un par de años, iba con su cuarteto “de batalla”, el mismo que en su
actuación en Bilbao: Tom McClung, Wayne Dockery y Steve McCraven. Esta vez el
concierto rozó lo desastroso. En ambas citas, la responsabilidad del éxito o el
fracaso del recital se podía repartir al 50% entre líder y acompañantes. De la
misma forma que Shepp estaba en muy buena forma hace años, el cuarteto de Myers
y compañía ofrecía un soporte tan edificante como sólido. No era sólo lo que
Shepp tocaba, sino lo que tocaba respecto a lo que tocaba el cuarteto.
Con su
último grupo regular las reglas son las mismas: si el cuarteto ofrece un
acompañamiento rutinario, es natural que el discurso del propio saxofonista vea
sus cualidades mermadas, entre otras cosas, por no tener estímulos suficientes
a su alrededor. Shepp tampoco es ya lo que era; está mayor y sus recitales de
los últimos años tienden a apoyarse mucho en temas vocales y dejar el saxo un
tanto de lado. Tampoco es que le vayamos a pedir explicaciones a estas alturas.
En Bilbao, tal vez afortunadamente, Shepp estaba afónico, lo que le llevó a
enfocar el concierto de forma más instrumental (la única pieza en la que cantó,
“Don´t Get Around Much Anymore”, dejó claro que cantar no era una opción).
Aparte de esto,
y contra todo pronóstico, no le faltaron fuerzas. Aún sentado en una silla en
medio del escenario, con un aspecto relativamente frágil, Shepp dio el
pistoletazo de salida con un meteórico “U-Jaama” en el que improvisó durante
cerca de 20 minutos ininterrumpidamente. Su estilo, inevitablemente afectado
por la edad, mantiene la angulosidad y la elasticidad en el tiempo. Su fraseo,
boppero en esencia, sigue teniendo ese encanto quebrado y anárquico.
El grupo, sin
embargo, no estuvo a la altura. Posiblemente Shepp tuviese que ver; al fin y al
cabo, era quien daba las ordenes. Desde el clasicismo en piloto automático de
McClung –que sufrió más de un sablazo del líder, cortando su solo de mala
manera– a la estruendosa batería de Steve McCraven, que ensuciaba el conjunto
sin ninguna empatía, el cuarteto ofreció un acompañamiento anodino que, en
cierta forma, hizo que el concierto fuese un esfuerzo rutinario.
Ver a Shepp
siempre es un placer; y si está en relativa buena forma, aún más. Pero unos
acompañantes de altura hubiesen marcado la diferencia.
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