Reseña publicada originalmente en Mondo Sonoro en julio de 2013
A veces hay que simplificar. No por el tentador impulso de obviar matices para dar una idea general como definitiva, ni para flirtear con el siempre agradecido populismo. A veces hay que simplificar en favor de la síntesis y de la destilación de la esencia de un tema en cuestión, porque esa esencia lo es, básicamente, todo.
A veces hay que simplificar. No por el tentador impulso de obviar matices para dar una idea general como definitiva, ni para flirtear con el siempre agradecido populismo. A veces hay que simplificar en favor de la síntesis y de la destilación de la esencia de un tema en cuestión, porque esa esencia lo es, básicamente, todo.
En su quinta
edición, el Big Festival de Biarritz ha hecho honor a su nombre. No (sólo) por
sus cuatro recintos, muy diferentes, que abarcaban desde el gran escenario a la
condensación sudorosa del club. Tampoco por su cartel ecléctico y atractivo,
que llevaba a los asistentes desde la clase de Rickie Lee Jones al desenfreno
de The Bloody Beetroots y Two Door Cinema Club, el hip-hop deslenguado de
Orelsan, el blues contemporáneo de Gary Clark Jr. o el funk histórico de George
Clinton. Porque, a pesar de un cartel salpicado de grandes nombres, en cuanto
se anunció la presencia de la histórica banda de Neil Young, el Big Festival de
2013 se convirtió, inmediatamente, en el festival de Young y Crazy Horse.
En honor a la
síntesis y a la esencia, no podía ser de otra forma. Aunque hay que destacar
otros conciertos, claro, porque la noche del viernes, los míticos Wu-Tang Clan
pasaron como un torbellino por una asistencia asombrosamente plagada de
hardcore fans. Tras ser calentado por el prometedor rapero francés Orelsan, el
público se dejó infectar por la furia del Wu-Tang en un concierto urgente y sin
respiro, con clásicos de la formación que levantaron una sincera complicidad
entre un público que coreaba letras, botaba embrutecido y abrazaba la liturgia
del Clan cada vez que alguno de sus miembros lo reclamaba. Nueve bestias pardas
sobre el escenario (diez si contamos al fabuloso DJ Mathematics) claramente
dirigidas por RZA (líder de facto de la banda) y Method Man, que se dejaron la
piel interactuando con el público. El enorme Ghostface Killah, como es
habitual, levantó el bolo en cada una de sus intervenciones, aunque tardó
algunos temas en entrar en calor. Masta Killa, GZA, Inspectah Deck, U-God y
Cappadona (que fue presentado como un miembro más en Biarritz) se mantuvieron
en un lógico segundo plano, con breves despegues ocasionales, mientras que
Raekwon, uno de los miembros del grupo más activos (discográficamente
hablando), se quedó un poco atrás en varios aspectos, revelando sus carencias
en directo. Tras una intensa hora de bolo, el Clan abandonó en el escenario sin
un asomo de bis. Rápido, duro y en tu cara. Pero volvamos al gran día del
festival.
Abrió la tarde
del jueves Jonathan Wilson (uno de los grandes nombres del presente y futuro
del rock americano, tomen nota), que tiró de su vena más folk-rock en Biarritz,
haciendo sus habituales escapadas por la psicodelia y alardeando de un serio
influjo Crazy Horse en temas más eléctricos (dejando clara su capacidad como
guitarrista improvisando con su vieja Telecaster). Aunque Gary Clark (que salió
al escenario justo después) viene precedido por su cacareada excelencia
guitarrística, Wilson no se quedó atrás en cuanto a expresividad y rollo.
Porque Clark es muy bueno, pero no todo va de tocar y cantar bien. Su directo
se apoya tanto en sus (innegables) capacidades, como en una estructura tan
medida que roza la monotonía en según qué tema, y que te lleva de un momento de
escalofriante musicalidad a otro de tediosa ortodoxia festivalera. El tipo
puede llegar muy lejos, siempre y cuando no se vaya por la rama AOR del blues.
Y entonces
llegaron Neil Young & Crazy Horse. El uno con los otros, indivisibles y definitivos.
Y yo tengo que explicar aquí lo que pasó después, lo que sonó en el concierto,
y a qué sonó. Como si eso pudiese hacerse. Para escribir sobre este concierto,
la hipérbole se hace común y mundana. Quienes nos dedicamos a patear salas de
conciertos y festivales estamos acostumbrados a ver y escuchar mucho, y de
todo, lo que no siempre es positivo. Uno acaba perdiendo la capacidad para
sorprenderse, porque todos esos discos y conciertos caen en un enmarañado todo
en el que la filia y la fobia juegan un papel tan importante como la
perspectiva de miles de referencias. Pero de vez en cuando, muy de vez en
cuando, un concierto emerge de forma celestial ante nuestros sentidos, fuera de
toda categorización o comparación. Inesperadamente, nos sentimos ante un
momento musical trascendente, colosal, histórico y volvemos a ser fans
maravillados, exentos de ese poso de cinismo que nos deja la profesión.
Entonces, escribir sobre ese concierto nos resulta tan ridículamente vacuo como
fotografiar una tormenta, como describir el beso más memorable de tu vida o
como explicar la vez en la que aquel disco cambió tu vida para siempre. No se
puede. O, al menos, no bien. Puedo decir que los diez minutos de glorioso “Love
And Only Love” que abrieron el concierto lanzaron al grupo –y al público– a la
estratosfera, a una altura de la que nadie se movió durante dos horas. Puedo
decir que hubo un momento de tensión en “Powderfinger” (cuando pareció que a
Young le fallaba la voz) que quedó disipado tras “Psychedelic Pill” y el mastodóntico
“Walk Like A Giant” de dieciséis minutos, en el que Neil nos cantaba que quería
caminar como un gigante. Como si no lo hiciese ya.
Puedo contar
que, tras diez minutos sobrecogedores de interludio ruidista, entre acoples y
truenos simulados saliendo de los amplificadores, la canción inédita “Hole In
The Sky” marcó el momento más intenso del concierto, con la banda en verdadero
estado de gracia, justo antes de que Neil se quedase solo en el escenario con
una vieja Martin D-28 para tocar su “Heart Of Gold” y el inmortal “Blowin’ In
The Wind” de Dylan. Tras otro tema inédito al piano (ya con Crazy Horse), con
“Ramada Inn” volvieron a poner la electricidad en órbita, cogiendo carrerilla
con el adrenalínico “Sedan Delivery” y el contundente “Surfer Joe And Moe The
Sleaze” para terminar en lo más alto con el inmortal “Rockin’ In The Free
World”. Podría escribir todo esto, y en realidad seguiría faltando lo más
importante: la conexión, dentro de la banda y con el público, y la sensación de
presenciar algo irrepetible. Podría intentar explicar la emoción que se
respiraba en el ambiente durante el bis, cuando tras “Mr. Soul” sonó el
apabullante riff de “Hey Hey, My My (Into The Black)”, con ese característico
sonido de guitarra retorcido. Pero no puedo más que contar los hechos.
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