Escribir sobre "lo mejor del año" siempre tiene algo de tedioso, y algo de emocionante también. Reescuchas discos, garabateas listados, te das cuenta de que se te ha pasado alguna cosa e intentas enumerar los mejores acontecimientos musicales del año. Y los peores, claro.
En el mundo del jazz, tengo clarísimo cual ha sido el peor: la muerte de Paul Bley. Me pilló fuera de España, de improviso y lejos de mis discos, si no creo que le hubiera reescuchado durante toda la noche tras la noticia.
Suyo fue uno de los primeros conciertos de jazz que realmente me cambiaron la vida, en diciembre de 1995. Fue un recital a piano solo inolvidable del que salí realmente anonadado.
Y ahora, escribiendo sobre el jazz en 2016, cómo no me voy a acordar de Bley. Joder, era uno de los grandes, de los verdaderamente grandes, desde el principio de su carrera hasta el final. Sin fisuras. Sin grandes tropiezos. Honesto, original, arriesgado, innovador, influyente y genial. Un gigante.
Ahora mismo estoy reescuchando esta joya que grabó en enero de 1994; una obra maestra que, aunque puede evocar por su configuración instrumental al legendario trío de Jimmy Giuffre con Bley y Steve Swallow, suena única y exclusivamente a sus implicados: Paul Bley + Evan Parker + Barre Phillips. Química y personalidad hasta donde alcanzan tus oídos.
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