Texto publicado originalmente en la web de Cuadernos de Jazz, en memoria de Raúl A. Mao, editor, compañero y amigo.
Querido Raúl,
Empecé a escribir esto hace meses. Lo he escrito decenas de veces en mi cabeza, incapaz de sentarme frente a la frialdad del teclado, intentando pensar qué decir cuando no queda nada por decir. Se me hace tan raro saber que éste será el primer texto que no envíe a tu correo, que no estás esperándolo, fumando pausadamente en aquel, tu escritorio, siempre coronado por algunos ejemplares de Cuadernos de Jazz.
La última vez que nos vimos estuvimos, una vez más, sentados a los flancos de ese escritorio, ¿recuerdas? Hablamos del mágico concierto del Aurora Trío el día anterior, de cómo te hubiese gustado ir y de cómo la puta enfermedad no te dejó. Nos abrazamos al despedirnos, lo recuerdo bien, y me dije que esa no sería la última vez que nos veíamos, que aún teníamos tiempo. Así nos despedimos también en nuestra última charla telefónica, "nos vemos el mes que viene en casa", con tu voz, siempre animada, envuelta en las notas del contrabajo de Mingus que sonaban en mi coche. Qué fortaleza la tuya. Siempre entero, siempre sacando fuerzas de donde fuese para todo. Los lectores de Cuadernos de Jazz lo saben bien, y quienes trabajamos contigo, lo sabemos mejor. Todavía puedo escucharte, al otro lado del teléfono, "no te olvides de mandarme la opinión". Hasta tu último aliento.
El otro día estuve viendo a Enrico Rava, quería contártelo. Mientras tocaba estuve recordando aquel concierto suyo, el verano pasado en el festival de San Sebastián, en que después fuimos a comer con gente del Jazzaldia y compañeros de la prensa. Nos sentamos juntos y estuvimos hablando de música, de política, de este mundo que se va a la mierda... De nuestras cosas. Nos reímos y contamos historias, lo pasamos muy bien, ¿verdad? Siempre lo pasamos bien en San Sebastián. Recuerdo especialmente un mágico concierto de Hank Jones que compartimos, charlando después sobre Erroll Garner y Teddy Wilson, o aquel concierto de Wadada Leo Smith por el aniversario de Cuadernos de Jazz, con la revista en papel ya en su recta final... Tantos conciertos, querido amigo, tanta música. Y el otro día, mientras te marchabas, ahí estaba yo, escuchando a Enrico Rava y sintiendo tu compañía, recordando todos esos conciertos que vivirán para siempre en mi memoria, contigo en ellos.
Te voy a echar de menos. Voy a echar de menos nuestras largas conversaciones, que hablemos de Renoir, de Mankiewicz, de Godard, de tus años en Buenos Aires, de aquel viaje a Italia con tus amigos en el que algunas noches dormías en el coche para gastar el dinero de la habitación en discos... A primeros de noviembre pasamos toda una tarde juntos, ¿recuerdas?, charlando de estas cosas, de cuando compraste en Niza los discos de Ornette Coleman en el Golden Circle, A Love Supreme y el primero de Tristano, de cómo en aquellos años, según pisabas una nueva ciudad ibas a una tienda de discos y, según llegabas a tu estudio en Madrid, incluso tarde de madrugada, te ponías a escuchar cada nuevo tesoro encontrado. Eran otros tiempos, me dijiste, y vaya si lo eran. "Yo creo, Yahvé, que el siglo XXI va a ser muy jodido", me dijiste. Aquel día hablamos de los inicios de Cuadernos de Jazz, de aquel concierto de Joachim Kühn en el Festival de Jazz de Getxo en el que, sin conocernos, coincidimos hace tantos años, de la Vienna Art Orchestra, del violento temporal que envolvió un concierto de Clark Terry en San Sebastián en el que también estaban Carlos Sampayo, Vicente Ménsua y Fernando Ortiz de Urbina, de qué habría sido de Christopher Hollyday, de aquellos discos de importación que llegaban a Buenos Aires durante la dictadura, de esa noche en que estuviste en Bradley's con Don Hillegas, escuchando a un joven Nicholas Payton, con Art Blakey, Tommy Flanagan y otras leyendas entre el público...
Aprendí mucho contigo. Siempre escuché atento tus comentarios, atesorando cada vez que me felicitaste por un texto. Yo sabía que tú no regalabas cumplidos, por eso me resultaban aún más valiosos. En cada una de nuestras conversaciones intenté que no hubiese atisbos de nuestra relación maestro-pupilo, porque tú tampoco lo hubieses consentido. Pero había mucho que aprender de ti. Aunque ya llevaba unos años escribiendo cuando nos encontramos, si no te hubiese conocido sé que yo sería un crítico diferente. Peor. El mejor maestro no sólo enseña, también inspira.
Te nos fuiste al final, amigo, pero nadie podrá decir que no diste hasta tu último segundo. Fue un honor servir a tus órdenes. Fue un honor servir a tu lado. Ahora tenemos que seguir sin ti, pero también, de alguna manera, contigo. Intentaremos estar a la altura.
Buen viaje, querido, y gracias por todo.
Yahvé