jueves, 16 de julio de 2015

Kutxa Kultur 2012: Russian Red, The Whip, The Raveonettes, Maxïmo Park... (7 de septiembre de 2012)

Texto publicado originalmente en Rolling Stone el 8 de septiembre de 2012

El descalabro de Maxïmo Park y la infalibilidad de The Raveonettes

The Raveonettes y The Whip no defraudan frente unos decepcionantes Maxïmo Park que se dejaron tumbar por los problemas técnicos y el show funcionarial de Lourdes Hernández. Por Yahvé M. de la Cavada.

Imagen principal de la noticiaLa segunda edición del Kutxa Kultur Festibala se estrenó con fuerza, reafirmándose como una apuesta inmejorable para cerrar el verano festivalero en el norte. En el inigualable emplazamiento del monte Igueldo, flanqueado por un viejo parque de atracciones al que se llega en un funicular que este año cumple un siglo, y con una panorámica que va desde los montes de alrededor a la bahía de La Concha, la experiencia del Kutxa Kultur Festibala va más allá de lo musical.

Abría la tarde la omnipresente Russian Red, musa del indie pijo nacional. Hay que reconocer que, cada vez que la vemos tocar lo hace mejor que la anterior. La alta actividad a la que se somete está jugando a su favor en forma de tablas, pero sigue teniendo el mismo problema de siempre: la base de su música es muy endeble, no resulta creíble. Le salvan algunos temas que se han metido en la memoria de la gente (que no es poco) pero da la sensación de que está construyendo sobre su propio personaje, no sobre la artista que, tal vez, podría llegar a ser (o no). Su forma de cantar cada vez resulta menos natural; lo que antes podía ser ingenuidad y encanto indie, ahora parece exceso e impostura.

La gracia de su concierto en Donostia estaba en que venía acompañada por Stevie Jackson y Bobby Kildea de The Belle And Sebastian, que es como cuando Mikel Erentxun se llevaba a los Attractions de Elvis Costello para grabar. Así da gusto, claro; Jackson es uno de esos guitarristas que, sin tocar particularmente bien, lo hace con un gustazo tremendo. Su aportación fue de lo mejor del bolo, mientras Kildea hacía lo suyo, sentado en una esquinita. Tras el Loving Strangers que Hernández compuso para Julio Medem, salió al escenario Brian Hunt y la cosa empezó a irse de madre hasta el final del concierto, con Kildea y Hernández aporreando timbales y todos haciendo mucho ruido, en plan “también metemos caña, ¿sabéis?”. 

Y llegó la hora del bailoteo. Programar a una banda como The Whip a las siete de la tarde es arriesgado, como poco. Si, además, lo haces en un festival que se beneficia de un acogedor ambiente, muy propenso a dejarse bañar por el solete donostiarra y las preciosas vistas del monte Igeldo, te la juegas aún más. ¿Quién va a darlo todo bailando en semejante contexto? A pesar de esto, los de Manchester salieron al escenario muy dignos, dispuestos a petarlo incluso durante el atardecer.

Tocaron una hora, cosa que les benefició, y se lo hicieron muy bien, calentando al público tema a tema, pillando mucha carrerilla a mitad de bolo con su colosal Movement y no perdiendo el pulso hasta el final. Es curioso como esta banda consigue enganchar tirando prácticamente siempre (lo que se dice siempre) de una base rítmica inmutable. Su directo es extrañamente catártico, con temas directos, contundencia sin tregua y una puesta en escena sencilla pero efectiva (una chica tocando la batería siempre es algo positivo. Si Moe Tucker molaba, imaginaos lo que mola Fiona “Lil Fee” Daniel).

Tras Secret Weapon, trallazos de su último disco “Wired Together”, llegó el final con el glorioso Trash, que nos dejó con ganas de más. Fue una pena que en ese momento de clímax subiese al escenario quien parecía un colega de la banda, para grabarles con el móvil con aires domingueros. Hacerlo desde el público ya resulta un poco chungo, pero hacerlo dentro del puñetero escenario es completamente uncool. Una pena. Aún así, un gran bolo. Si llegan a tocar los últimos, se hubiese liado una buena.

No falta ni una semana para que salga el nuevo disco de los Raveonettes, “Observator”, así que era de esperar que su concierto en el festival estuviese plagado de nuevos temas (y pinta muy bien la cosa, por cierto). No importa cuantas veces nos visiten los daneses, porque siempre es un placer verles. Su carrera es tremendamente sólida: puede que no hayan subido de nivel desde aquel mágico “Chain Gang of Love”, pero tampoco han bajado. Hasta “Raven In The Grave” han seguido deslumbrando con su retro-pop espacial y sus onírico garage plagado de sonidos industriales. En San Sebastián empezaron fuerte, con su característico aire a los 50 y la guitarra de Sune Rose Wagner, siempre saturada y reverberada hasta la extenuación, cobrando mucho protagonismo. A mitad de bolo Sharin Foo anunció que iban a volver sobre viejos temas y, paradójicamente, el concierto se desinfló un poco. Pero fue cosa de un par de temas, y hacia el final volvíamos a estar bien arriba.

Nunca fallan, no. Y no sólo por la personalidad que rezuman (no es que les falten influencias, precisamente) ni por su particular forma de doblar las voces, como unos Everly Brothers empapados en vodka y heroína, producidos por David Lynch. El secreto de los Raveonettes son su canciones, densas, movedizas, capaces de abducirte a su universo y dejarte en trance durante su actuación. Así se fueron, entre acoples, estridencias arrancadas a las guitarras y mucho humo artificial. Y también se nos quedó corto.

Maximo Park venían a presentar su último álbum, “The National Health”, aparecido hace tan solo tres meses. Lo tenían todo para da un conciertazo, menos algo muy importante: la suerte de su lado. Todo lo contrario. Desde el principio todo sonaba muy raro y, llegados al segundo tema, Paul Smith anunció que iban a tocar una canción sin teclado, el auténtico foco del problema. Smith es un buen frontman, cercano como para ganarse la simpatía del público y extravagante como para provocar reacciones en él, sean cómplices o de rechazo. Sobre él recayó el marrón de tirar del concierto en condiciones muy adversas, con la mayoría de canciones cojeando por la ausencia del teclado, ya que el “problema” persistió hasta el final. Entre tema y tema los técnicos iban y venían, Lukas Wooller intentaba hacer que sonase y Paul Smith se deshacía en agradecimientos, elogios y presentaciones del tipo de “vamos a tocar esto, a ver cómo sale”. Un desastre.

Algunos temas mantuvieron la fuerza, como The National Health, Write This Down o The Undercurrents, mientras que otros, menos afortunados, se hundían bajo el peso de una formación mutilada que tampoco sonaba demasiado allá y que en los momentos más críticos rozaba peligrosamente lo amateur. Está claro que los de Newcastle no son la típica banda que se vienen arriba ante la falta repentina de un instrumento, reinventándose a sí mismos en cada canción. Por si esto fuera poco, la voz de Smith estaba demasiado alta, lo que provocaba cierta sensación de karaoke, y al cantante se le fue la mano (¿cómo culparle por ello?) con el peloteo a la audiencia. Ésta, por cierto, parecía ajena al nerviosismo y malestar del grupo. Incluso, por momentos, parecía ajena al concierto en sí.


Ante la certeza de que no había quién levantase aquello, Smith y los suyos soltaron unas cuantas píldoras de “A Certain Trigger” y “Our Earthly Pleasures” y se rindieron. Smith se despidió con un desconcertante “muchas gracias y buenas noches. Yo no estoy bien, el teclado no está bien…”. Pues vale. Pero un teclado extra para la próxima gira sería un puntazo. 

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